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El mole poblano, sabores que estrechan lazos

Por: KARINA LÓPEZ | FOTOS: LUIS PEAGUI Swipe

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Este platillo ancestral es digno de grandes celebraciones.

Las mujeres nahuas de San Lucas Atzala lo preparan con esmero. Fuimos testigos del ritual que conlleva y convidados al sabroso resultado.

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En foto:

Emilia Ventura Mateo
Luisa Ventura Mendez
Maricela Medina
(Las tres de rojo)
Doña Rogelia Ventura Ramos (azul de pie)
Yolanda Palillero Ramos (sentada azul)
Enedina Ramos Mateo
Lourdez Medina Ventura (sentada de rojo der.)

Día de fiesta

El repicar de las campanas de la parroquia de San Lucas Atzala, Puebla, anuncia que otro día nace, los primeros puestos del mercado comienzan a espabilarse y dos perritos saltarines juegan en la explanada de la plaza.

No ha terminado de salir el sol y doña Rogelia Ventura ya se alista para llevar al molino los chiles. No es cualquier día.

Es la boda de su sobrina y, tras un año de eventos cancelados, el corazón inquieto espera que llegue el momento, que ahora sí se puedan poner los manteles largos y rebosar con mole los platos.

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Más de 50 años lleva doña Roge
perfeccionando la técnica
y perpetuando la sazón.

Desde los 11 aprendió de su abuelita,
quien fue “una gran molera”.

No es cualquier cosa el mole poblano,
como todo platillo ancestral
es un brete prepararlo.

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Ocasiones especiales

Hay que empezar desde muy temprano, asar los chiles: chipotles, pasillas y anchos.

Una sola cocinera jamás se daría abasto, por eso, doña Roge pide a sus vecinas que la asistan. Más que vecinas, son sus amigas, tienen toda la vida de conocerse y de preparar mole juntas.

No importa la ocasión, se pone el mismo esmero. Ya sea para unos XV años, para un bautizo, un aniversario luctuoso o para venderlo en la Feria del Mole, entre todas siempre lo tienen a tiempo.

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El dulzor

Mientras Doña Roge espera en el molino, doña Yolanda Palillero, Enedina Ramos y Maricela Medina ya tuestan los cacahuates, el ajonjolí y las almendras, limpian la nuez de castilla y fríen el plátano macho y las galletas de animalitos, que junto con las pasitas, es lo que endulza el mole poblano.

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Pues a diferencia de otros,
éste no lleva chocolate.

Por su lado, doña Luisa Ventura, ya tiene lista la canela, las tortillas de maíz y el ajo quemados.

Además de sabor y color, esto evita que el mole provoque agruras.

Lo que termina de hacer especial a este platillo es el guajolote, de eso ya se encargan doña Lourdes Medina y Emilia Ventura.

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Larga es la fila para el metate

Cuenta doña Rogelia que antes, las mujeres se formaban para moler cada ingrediente en el metate.

Se cansaba una y la relevaba la otra. Lo más difícil son los chiles, por eso ahora se llevan al molino, para apresurar el paso.

El resto de insumos aún se muele y se muele en este artefacto de piedra, entre risas y cantos.

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Ya que se tiene la pasta bien suave, la cazuela en la leña y el guajolote hierve que hierve, se mezcla el mole en el caldo.

La pierna y el muslo se apartan para los padrinos.

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Para acompañar el guiso, se preparan los famosos tlapaxtamales, unos tamales delgados y aplanados con forma rectangular.

Su nombre viene del náhuatl tlapechtli, que significa petate, lecho donde se duerme o mesa donde se come. Su elaboración es simple, sólo llevan masa de maíz, sal, hojas de aguacate y un poco de consomé de pavo.

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Que empiece la danza

Después de la misa con la que se celebra la unión religiosa; recién casados, padrinos y familiares cercanos se dirigen a la casa de la novia para la esperada fiesta.

No es el tipo de boda que se acostumbra, donde asisten cientos de invitados y familia de todos lados. Esta vez toca un evento modesto, a puerta cerrada, porque el mayor aprendizaje que ha dejado la pandemia es que la salud está ante todo.

No hay menos amor,
no hay menos júbilo,
sólo debe haber menos asistentes.

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Doña Rogelia es una orgullosa hablante del náhuatl y versada bailarina.

A sus 69 años, uno de sus grandes deseos, es que no muera la lengua ni las tradiciones de su pueblo. Es la primera en ataviarse con su vestido de fiesta para iniciar la danza de la Xochipitzáhuatl, la flor delgada.

Es costumbre en la región de la Huasteca bailar esta danza en bodas, procesiones y bautizos. Con ella se celebra el compadrazgo y la unión de los recién casados o las familias.

Esta danza ritual –cuyo nombre deviene de la conjunción de dos vocablos del náhuatl, xochitl que significa ‘flor’ y pitsahua, que quiere decir ‘delgada’– nació para alabar a Tonantzin, la diosa primordial, madre de los dioses y el universo.

Con el tiempo se instauró en distintas ceremonias como muestra y refuerzo de los lazos familiares y sociales. También hace alusión a la leyenda de amor de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl.

El instante anhelado

Nada hay tan gratificante para quien cocina que ver su creación servida a la espera del gesto de agrado que se pinta en la cara del comensal tras el primer bocado.

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Doña Rogelia y sus amigas pueden estar satisfechas, como siempre: el mole les quedó exquisito.

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Por fin están puestos
los manteles largos
y los platos rebosados de mole.

Los novios se miran con todo el amor que puede caber en el universo, él toma una cuchara, la mete en el mole y, con absoluta ternura, la lleva a la boca de su amada.

Con una pequeña sonrisa, un tanto nerviosa, un tanto dulce, saben que estarán ahí en las buenas y en las malas, en las horas largas y en todo alborozo.

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