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Cultura

Expedición: en busca de los mogollón, una civilización perdida en Durango

Al norte de Mesoamérica se desplegaron culturas que aprendieron a adaptarse a condiciones adversas del ambiente. En Durango, uno de estos grupos fincó su hogar en los acantilados. ¿Qué les orilló a vivir al borde del precipicio?

Por: Lizette Rolland Swipe

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Hace más de mil años, cuando no había fronteras y la historia de México era dibujada al sur por las grandes culturas mesoamericanas que todos conocemos, caminaban por el norte grupos que sobrevivían a partir del riguroso conocimiento de un medio ambiente adverso y caprichoso. Para los mexicas primero y para los españoles en consecuencia, estos grupos se comprimieron en una masa indistinta de salvajes; fueron los chichimecas que jamás sucumbieron a su conquista y sus supuestos beneficios civilizatorios. 


El encuentro

Calculé mal el tiempo y mi corazón se detuvo de tan solo pensar que estaba a punto de quedarme al margen de conocer una de las culturas más extremas y olvidadas de México: los mogollón. Pero la suerte y los semáforos estuvieron de mi lado y llegué justo a tiempo para abordar el avión a Durango. Como los planes de la expedición consideraba el acercamiento a las aisladas quebradas de la sierra en helicóptero desde la ciudad de Durango, contaba con el resto del día para afinar detalles con el líder de la expedición: ni más ni menos que Walter Bishop, un Indiana Jones mexicano, con su vasta fama de superar los más intrincados retos en la montaña antecediéndole. No podía estar en mejores manos y me encontraba emocionada por saludarlo.

Pero Walter ya no estaba. Tenía que salir temprano para cubrir el sinuoso trayecto de mesetas enlodadas y oscuras quebradas que el helicóptero cubriría en poco más de 40 minutos al día siguiente.

Su vehículo cargaba con el peso del equipo vertical para, de ser necesario, armar sistemas de cuerdas para subir o bajar por los desfiladeros que resguardan las “casitas”, como afectuosamente les llama. Walter, siendo piloto de avioneta, había visto estos vestigios al sobrevolarlos 30 años atrás. A pesar de su larguísima lista de aventuras no las había podido visitar. Hasta ahora.


| Día 1.

El sobrevuelo

Cierto que volar en helicóptero es un privilegio, pero al pasar sobre aquel mar de montañas, apenas separadas por profundos arroyos, quedaba claro que sería virtualmente la única manera de acceder a los recónditos vestigios de lo que habremos de llamar la cultura mogollón de Las Quebradas de Durango.

La logística del vuelo consideró para aterrizar la pista de la ranchería de Los Cardos, entre la Mina de Bacís y San José de Bacís. Recargamos combustible y nos encontramos con Walter y el resto del equipo. El acercamiento final a nuestro destino requería cargar todo el equipo al helicóptero, así que se le quitaron las puertas para aligerarlo. Al fin, con el cinturón de seguridad puesto y el viento en la cara, estaba a punto de descubrir uno de los lugares más mágicos que he conocido en México.

Antes de aterrizar en el improvisado helipuerto sobre una terraza entre dos precipicios, Michelle Zepeda, nuestro audaz piloto, acercó lo que llamaba su “bolillo” a una imponente pared que, partida en dos por una alargada cueva, asomaba pequeñas ventanas, puertas y muros. Finalmente frente a nosotros, exhibiendo todo su esplendor cual maqueta de escala imposible: la morada de los mogollón.

 

¿Qué pudo haber orillado a estos grupos humanos a vivir en aquellas condiciones? ¿Sería una forma de vida impuesta por vecinos agresivos? ¿O se trataba de caseríos seminómadas en su paso a zonas bajas y cálidas en invierno, y altas y frescas en verano? Desde el aire no se veía ningún acceso franco. Era hora de bajar del “bolillo”.

“¡Nos vemos el sábado, seguro, pero si llega el huracán, pues entonces será hasta el domingo, aunque esperemos que Sandra no pegue tan fuerte porque si- no…!”. Fueron las últimas palabras de Michelle antes de sonreír y hundir el helicóptero en el precipicio, con sus sórdidas hélices desvaneciéndose en la inmensidad de la Sierra Madre Occidental. Después del estruendo, quedamos solos con nuestras cuerdas, fierros de escalada, tiendas de campaña, bolsas de comida y ocho litros de agua por persona.


Los enigmas

Una muralla de roca volcánica se levantaba majestuosa frente a nosotros. Olaf y Argel no pudieron evitar todo tipo de análisis para encontrar el mejor acceso: “podríamos acercarnos por abajo y utilizar las cuerdas para ascender hasta la terracita que se miraba desde el helicóptero” o “instalar un sistema para ascender por el flanco derecho, caminar hasta estar justo encima de la cueva y luego bajar en rapel”. Yo me limitaba a mirar y escuchar, porque imaginarme en pendientes donde los árboles se ven como pequeñas espinas saliendo de una roca gigante, sacudía un poco mi cuerpo. Debo aclarar que jamás haría algo que comprometiera mi seguridad o la del equipo que me acompaña.

Mi idea de conocer México y de tener experiencias enriquecedoras no pasa por situaciones que impliquen peligro o actos irresponsables. De hecho, odio eso. Uno se alista para lo que nosotros estábamos dispuestos a hacer: entrenar, conocer el uso del equipo y desarrollar una lectura de la montaña es parte de una cultura del outdoor, penosamente identificada con el deporte “extremo” y con llegar al “límite”.

 

 


Walter decidió un primer avance dejando todo en la terraza. A los pocos metros encontramos rocas alineadas que bien pudieron haber sido camas de cultivo.

Caminamos por el sendero más franco que el machete pudo abrir, diseñando una vereda que parecía despeñarse aquí y allá, corrigiendo su trayectoria para bordear lo más posible el muro, con la esperanza de encontrar una travesía que ahorrara la instalación de las cuerdas y mis escalofríos (además, con Sandra sobre nosotros qué mejor que llegar secos y sin escalas a la cueva).

Avanzamos asegurando cada paso hasta que, tras una curva, un sendero franco remataba a lo lejos con la cueva y sus casitas. ¡Fue mucho más sencillo de lo que parecía! Naturalmente, de no haber llevado el equipo vertical hubiera sido imposible.

Regresamos a la terraza a acampar. Walter y Fernando insistían en lo espléndidas que serían las fotos esa noche de luna llena en la que además, se anunciaba una lluvia de estrellas, si no hubiera estado nublado.


| Día 2.

El rastreo  y la documentación 

Regresamos a la cueva con el cielo aún nublado y un chipi chipi intermitente. Era hora de sacar fotos y de registrar cada recoveco del sitio con cinta métrica en mano. Fernando y Walter se dispusieron a hacer un croquis con medidas y notas pertinentes. En realidad, ya estando ahí, la cueva y sus vestigios resultaron más pequeños de lo que se veía desde el aire, aunque lo extraordinario de sus habitantes quedara intacto. El complejo consta de dos cuevas contiguas, solo una de ellas con estructuras vernáculas: un par de habitaciones pequeñas, otras dos o tres más destruidas hasta los cimientos, y una más elevada a pocos metros de distancia. Calculamos que vivirían ahí unas treinta personas.

 

Pegado al muro trasero habían estructuras que bien pudieron servir para guardar granos, bien para hacer de cunero (pero ¿cómo jugarían los niños al lado del precipicio?). La cueva más profunda tenía un ojo de agua que ahora era aprovechado por jabalíes, linces o pumas y por un brasero que, sorprendentemente, había sido utilizado por rancheros locales años atrás (esto lo supe por una lata de atún oxidada). Aún así hubo que respetar ese vestigio como arqueológico. Esparcidos encontramos tepalcates, instrumentos de piedra, madera trabajada y hasta ¡balas de rifle!

 


La cueva mogollón

Hacia el oeste, la cueva desplegaba otra sección muy distinta. En ella, cientos de huellas de jabalí delataban sus echaderos al lado de estalactitas y estalagmitas que “lloraban” de un techo muy irregular. Acostumbrada a ver estas estructuras siempre en la oscuridad, fue curioso apreciarlas a plena luz del día. Iván y Olaf avanzaban lentamente por un declive cada vez más empinado, pateando piedritas que rodaban hacia el precipicio con algunos segundos de angustioso silencio antes del esperado choque final. Definitivamente aquí no había casitas, así que decidimos regresar a comer algo y acampar bajo el resguardo de la Cueva Mogollón.

Desde este recoveco al noroeste de Durango, el paisaje se derrocha entre montañas y riscos cada vez más lejanos, rematando en algún momento en Cosalá y la costa central de Sinaloa. A los costados, había macizos montañosos como el Cerro de la Campana y quebradas igualmente descomunales albergando, como constó al explorador Carl Lumholtz hace más de cien años, vestigios de estas casas en la Sierra Madre Occidental.

 


| Día 3.

Sobrevivir en la sierra

Llegamos, registramos, documentamos y, en lo personal, me asombré como hace tiempo no lo hacía. Ahora todo era cuestión de esperar al helicóptero para regresar a casa. Nada sabíamos del huracán pero el cielo, aunque nublado, asomaba un azul brillante y pintaba toscos rayos de sol en las laderas aledañas.

Ya casi no quedaba agua y estábamos pensando compartir la de los jabalíes. Por el radio CV se llegaban a escuchar a los ingenieros forestales de la sierra: que si un camión se atascó por el lodo, que si estaba lloviendo en Vencedores, que si no era mejor sacar los rollos después…

De tan solo imaginar lo que estas personas hacían todos los días para sobrevivir me reveló una perspectiva llena de asombro y de humildad; sentirse atrapado en una estrecha terraza, bajo la amenaza de huracán por un par de días sería, para el mogollón de las quebradas de Durango, una preocupación pasajera. Pasaban las horas y los más ociosos nos pusimos a buscar rutas de escape hacia el Río Remedios o remontando la quebrada, pero nada parecía viable. Walter disfrutaba muchísimo viendo nuestros infructuosos análisis.


| Día 4.

La despedida

Las 8:00 horas y todo sereno. Esa era la hora acordada para hablar con Michelle, pero no lográbamos conectar con Durango, así que uno de los forestales hizo de puente y finalmente pudimos comunicarnos por el radio para acordar la hora del reencuentro. ¡Qué alivio! Ya en el “bolillo” de regreso, Michelle nos tenía una sorpresa: esquivando algunas nubes, había encontrado muchas más casitas encajadas en las pa- redes del Río Remedios. Ver este nutrido conjunto de casas acantilado desde el aire, fue una recompensa que superó mis expectativas, constando que estos grupos habitaron mucho más al sur del territorio reconocido en los libros. Mi experiencia quedó sellada con la promesa de regresar a conocer más de la cultura mogollón de Las Quebradas de Durango… aunque sería, ahora sí, con la ayuda de las cuerdas y los fierros de escalada.

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