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Semana Santa rarámuri, un viaje a los orígenes

La visión de este pueblo originario de Chihuahua a través de una crónica entrañable.

Por: HIRAM GASTELUM Swipe

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Se me vienen a la mente aquellos días cuando fui guía de bicicleta de montaña tanto en Baja California Sur, como en las Barrancas del Cobre. En la década de 1990 guiaba por sus senderos a turistas nacionales, europeos y estadounidenses.

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Desnudar el alma

Debido a eso me relacioné con agencias especializadas y viajé por diferentes partes del mundo. Hubo dos viajes extenuantes que recuerdo con gran nitidez. En ese tipo de travesías es el cansancio junto con los paisajes espectaculares y los constantes golpes en el cuerpo, los que poco a poco me desnudaban el alma hasta que llegaba un momento en que realmente estaba en contacto con lo más íntimo de mi ser.

Es una sensación abrumadoramente bella que de alguna manera se replica cada vez que viajo a las Barrancas del Cobre.

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He pensado que tal vez es el recorrido en ferry en las aguas del Mar de Cortés, durante esos momentos donde no hay un lugar donde descansar la vista en el gran desierto azul, donde se evoca inmensidad y sin darme cuenta comienzo a deshacerme de todo aquello que no sirve, para quedarme simplemente conmigo mismo.

En ese mismo viaje, regularmente visito El Fuerte para de ahí tomar el Tren Chepe que me llevará a la Sierra Tarahumara, pero sucede que fue en este pueblo donde nació mi difunto padre. 

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Al recorrer la plaza y observar el imponente Palacio Municipal, me es imposible no recordar que fue la primaria donde empezó su formación académica y lo evoco jugando o recorriendo sus largos pasillos. 

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Al ver el río Fuerte, lo veo brincando, nadando y hasta apunto de ahogarse como me lo contó varias veces durante mi infancia, cuando el viejo sólo trataba de que venciera mis temores para que aprendiera a nadar a las orillas del Mar de Cortés.

En estado contemplativo observo esos paisajes tan espectaculares que se adornan con los ríos que bajan por los cañones para nutrir el río Fuerte.

Una vez más mi imaginación se echa a volar  y veo a nuestros ancestros bajando por esas cañadas para llegar finalmente a El Fuerte, donde se asentaron y hoy en día hay un gran número de personas con mi apellido paterno.

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Los orígenes

Según mi padre nuestros antepasados fueron dos hermanos que llegaron desde España, buscándose la vida en México, y que trabajaron en las minas de Batopilas hace 300 años aproximadamente. Así como ellos bajaron por esas cañadas, yo ahora subo en una máquina; estoy tratando de no perder el hilo para reencontrarme con parte de mi origen.

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Al descender a las profundidades del cañón de Batopilas en forma metafórica desciendo a las profundidades de mi ser y donde se encuentra mi origen. Es quizá por eso que las bugambilias alrededor de la plaza y de las viejas joyas arquitectónicas me parecen más coloridas, o el viento que recorre el cañón y mueve a las palmeras como en una danza de regocijo me parece más fresco.

De alguna extraña forma, cuando estoy en la sierra puedo mirar mi propio pasado y soy más consciente de la etapa que estoy viviendo.

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Los tambores

Las primeras veces que viajaba a este sitio, eran los recorridos en bicicleta de montaña y los cañones, los que ocupaban el primer plano de todo este gran escenario. En más de tres ocasiones, y cuando me encontraba pedaleando mi bicicleta, escuchaba a la distancia los tambores de los rarámuri entre los valles y las profundidades de los abismos.

Este es el inequívoco anuncio de la Semana Santa  rarámuri. 

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Para ser honesto, no se cual es el motivo de golpear los tambores con antelación. Es tal vez un simple anuncio o una invitación. 
Si así lo fuera, pasaron muchos años antes de que entre los ecos de mis recuerdos, esos sonidos repetitivos me trajeran de vuelta a esta tierra.

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¿Quiénes son los rarámuri?

Los rarámuri, como se llaman a sí mismos, son los habitantes ancestrales de estas barrancas y cañadas enclavadas en la Sierra Madre Occidental, que abarcan los estados de Sonora, Durango y Chihuahua, pero es este último donde se encuentra 90% de su población.

Debido a la pronunciación, en castellano se les ha llamado tarahumaras. Y así se conoce la sierra, ya que se han encontrado vestigios de sus ancestros.

Cuando llegaba el fin de la glaciación Würm que en su larga noche invernal perduró hasta 100,000 años y todavía los mamuts caminaban por las praderas, los ancestros de los rarámuri comenzaban con sus primeros asentamientos. Son ellos los verdaderos pueblos originarios de esta tierra. 

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Tal vez por eso un tarahumara fuera de la sierra pareciera un ser incompleto y perdido, así como la sierra sin ellos parecería un bosque devastado por un incendio forestal.

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Rarámuri, traducido al castellano, significa pies ligeros, y bien merecido tienen ese nombre por ser un pueblo que se desplaza por grandes distancias en huaraches. Muchos de ellos se han destacado en ultramaratones en diferentes partes del mundo.

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En su pasado fueron un pueblo belicoso y han defendido sus tierras desde que tuvieron contacto con los españoles en 1606, hasta la invasión “chabochi” u hombre mestizo al cual en rarámuri significa hombre barbado. También pelearon con los revolucionarios bajo la promesa de la preservación de su territorio.

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Cuando llegaron los jesuitas para convertirlos al catolicismo, los rarámuri terminaron rebelándose y asesinando a algunos sacerdotes. Evidentemente que pagaron las consecuencias de sus actos; sin embargo, fue cuando el Virreinato removió a la orden, lo que los liberó del yugo del adoctrinamiento. Finalmente, el gobierno los dejó en la sierra después de la Revolución. Así fue como han pudieron conservar su identidad.

Los rarámuri no quisieron renunciar a sus creencias politeístas en las cuales adoraban al sol, a la luna, a las piedras y las serpientes. Además, creían en la existencia de seres benévolos y malévolos en este mundo.

Sin embargo, la influencia jesuita que les mostró los rituales católicos fue tomada con beneplácito cuando se trató de la Semana Santa. 

Ahora se trata de una fiesta pagana enmascarada de catolicismo o tan sólo un sincretismo entre sus creencias ancestrales y el monoteísmo.

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La Semana Santa

Primera vez, 2011

La primera vez que asistí a esta festividad fue en 2011. En aquel tiempo el espectro del narcotráfico y la violencia había eclipsado la belleza de sus paisajes y su cultura, ahuyentando así a los turistas.

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Recuerdo que visitamos Norogachi y una familia nos proporcionó hospedaje tanto a mí como a mi esposa e hija. Esa vez estuve fotografiando los alrededores de la iglesia y las diferentes comparsas indígenas que habían llegado desde diferentes puntos de la sierra y bailaban frente al atrio de la iglesia. Entre los danzantes y los fariseos se encontraban varios chabochis que se integraban con mucho esmero a la celebración.

En forma muy nítida recuerdo que me desperté a las 4 de la mañana para dirigirme hacia las danzas frente a la capilla. Tuve la percepción de que el estado de embriaguez en el que se encontraban los danzantes, había hecho que perdieran cualquier vestigio de individualidad.

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Todos parecían
los componentes de un organismo
(la danza, el ritual) que había cobrado vida propia. 

Algunos se encontraban tirados en estado inconsciente por los alrededores. Otros peleaban entre sí con movimientos torpes y las mujeres se cubrían con sus rebozos del frío de la madrugada, mientras en forma impasible observaban las danzas a la distancia en forma casi reverencial.

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Los líderes se encontraban parados y envueltos en cobijas en la entrada de la iglesia con su cabeza adornada con la koyera tradicional. Sus miradas parecían perdidas hacia el infinito con ese señorío místico que sólo había visto en las películas de Hollywood durante mi infancia cuando éstas intentaban retratar el espíritu contemplativo de los pueblos originarios.

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El regreso, 2021

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En esta ocasión quise replicar aquella experiencia que había vivido diez años atrás y ahora  fueron los disparos de un cuerno de chivo los que me hicieron estar completamente despierto a esa misma hora.

Mi único razonamiento fue que si los tambores que no dejaban de retumbar paraban, me quedaría en cama. Ese mismo sonido del tambor que había escuchado hacía más de 20 años en forma de invitación, se sumaba a cientos más y por lo tanto el llamado resultó irresistible.

Al caminar por las oscuras calles de la pequeña población, vi entre las sombras a tres señoritas jóvenes que caminaban en dirección opuesta. El aire místico y taciturno rarámuri había sido sustituido por un incesante parloteo y carcajadas estimuladas por el alcohol.

Antes de llegar al atrio de la iglesia tuve que caminar entre dos vehículos que en forma evidente eran de los chicos malos (como los llaman en la sierra), quienes seguramente habían disparado al aire en forma de unirse a la celebración que también observaban.

Al llegar todo aquello que había visto en mi años atrás se encontraba intacto. Era como la escenificación de una obra permanente en el teatro de una gran capital. Aún perdidos en la embriaguez del tesgüino y la cerveza, los rarámuri ejecutaban en forma cuidadosa esos mismos rituales que han forjado a través de su larga historia.

De manera solidaria para repetir los rituales, recogí mis cosas como hace 10 años y me dirigí hacia el cañón de Batopilas para observar la fiesta de Semana Santa en el potrero. Ahí se celebra en forma diferente, no sólo por la vestimenta y la estructura de los rituales sino por los escenarios espectaculares del cañón, al encontrarse la “misión” en medio de la naturaleza; además, aquí no participan chabochis.

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Metafóricamente me interné en una capa más profunda de la festividad para poder observar en forma más prístina el origen de la misma, tal vez también el de mi persona por encontrarme a sólo un par de kilómetros de Batopilas o sólo el origen de las cosas.

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El cañón lleva el nombre del pueblo de Batopilas. Desde que empiezas a sumergirte entre los gigantescas y espectaculares muros de tierra y roca, éstos parecen ocultar a la distancia la gema del cañón mismo; en lo más profundo de mi ser, Batopilas tiene el poderoso efecto de un imán. 

Como el clavadista que se sumerge en las profundas y oscuras aguas del océano en busca de una moneda de oro. Tal vez es el llamado de mi origen paterno, pero hay que parar un poco antes y voltear hacia el otro lado del río para ser testigo de un ritual que pareciera ser el origen de todo.

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Lo profundo

Tiempo atrás, los indígenas estaban divididos en dos grupos a tal vez 700 metros de distancia uno del otro. El sólo hecho de estar entre los indígenas en este lugar evoca a una poesía visual.  

Los hombres adornaban sus taparrabos (tagoras) con los hermosos cinturones tejidos en colores y las largas koyeras alrededor de sus cabezas diferenciaban a los líderes de los demás.  A diferencia de la vestimenta de la sierra donde los hombres usan camisones de color blanco, en esta área los camisones son más delgados y utilizan colores brillantes que contrastan y adornan el árido paisaje que abraza con sus montañas y paredes alrededor.

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Tanto en un grupo como en otro los indígenas bailaban al ritmo del violín y del tambor haciendo sonar los ayoyotes al movimiento de sus pies cuando golpean la tierra en un símbolo de fertilidad. En gran sincretismo, un grupo lleva la cruz y para para rezar en diferentes puntos de la iglesia, haciendo grandes círculos que en el mundo indigena pudieran asemejar protección.

Poco antes de empezar las danzas ceremoniales, un joven vierte el tesgüino a la tierra en cuatro ocasiones apuntando a los diferentes puntos cardinales, devolviendo a la Madre Tierra un poco de lo que ésta les da, como símbolo de agradecimiento.

La fiesta aumentaba en intensidad a medida que las danzas y el tesgüino continuaban al pasar de las horas.

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Casi como una idéntica réplica de mi experiencia pasada, durante todo el día los líderes me informaban en un castellano resquebrajado por el alcohol y por el acento indígena que un ratito más los pintos comienzan a pintarse abajo en el río.

Igualmente fue hasta el atardecer que todos bajamos hasta el río y los pintos empezaron con lo suyo en medio de la embriaguez que entorpece sus movimientos y liberaba sus carcajadas.  Después se sumaban a las danzas al ritmo de los violines y los tambores en una gran hilera que hacía círculos serpenteantes.

Para nosotros se acababa el día y nos dirigimos hacia Batopilas para reponer el cuerpo y continuar al siguiente día con el enriquecimiento del espíritu. Para los rarámuri la intensidad de la festividad apenas comenzaba. 

Al entrar a Batopilas la experiencia indígena pareciera algo lejano y de otro mundo, el cual es recordado con uno que otro rarámuri que camina por ahí como en un escenario bien logrado de una película del oeste. 

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Apenas hay espacio en las calles que se apretujan entre bellos edificaciones coloniales mismas que parecieran compactarse entre las paredes de los cañones y el río que se extiende a lo ancho, lo que da una sensación de gran espacio a la vista.

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Los bellos emplastados de los edificios eran interrumpidos cuando el adobe se asomaba a la vista de los transeúntes. Esos viejos detalles evocan majestuosidad.  Mi vista con el tiempo se ha hecho más nítida para percibir el origen de las cosas; me encontraba en el origen de la familia de mi padre y por ende, del mío. 

Al otro día, poco antes del amanecer partimos hacia el potrero para seguir siendo testigos de esa obra de arte antropológica. 

Al cruzar el puente colgante del río para llegar a la iglesia, los primeros rayos del sol iluminaban las partes más altas del cañón donde los ecos de los gritos indígenas rebotaban en forma de regocijo. Tales como los gritos que escuchaba de niño al ver la televisión cuando los apaches rodeaban a los hombres blancos en son de batalla.

 

La música seguía y las grandes jarrones de barro que el día anterior estaban llenas de tesgüino se encontraban casi vacías. Los rarámuri se movían torpemente y algunos se calentaban con el fuego de sus fogatas. 

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Apenas minutos después de nuestra llegada todos se dirigieron al atrio de la capilla y en forma representativa empezaron a pelear pintos contra los no pintos emulando la eterna batalla entre las fuerzas del mal y el bien. 

Todo entre burlas y carcajadas, el que caía al suelo primero era quien perdía. Súbitamente todos entraron a la capilla y empezaron a rodar por el piso en representación de algo desconocido hasta para los antropólogos.

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Poco después un discurso de despedida por parte de uno de los líderes indígenas ante las puertas de la capilla, en el que se dirigió hacia los asistentes y agradeció la asistencia y pidió que regresen al año siguiente con sus hijos para que sus tradiciones nunca se acaben.

Poco después, todos empezaban a recoger sus pocas pertenencias y en medio de esa embriaguez de cuando menos dos noches se dirigían a sus hogares en la sierra, cuyo camino significa para muchos rarámuri realizar largas y extenuantes caminatas.

En lo personal me disponía a hacer lo mismo en medio de una embriaguez de emociones y estímulos que habían abrumado mis sentidos.

Salir del cañón daba la sensación de que terminaba una expedición al centro de la Tierra, o mejor dicho a mi origen o al origen de muchas cosas que damos todos por sentado.

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